El neoyorkino Philip Zimbardo es una de las figuras más conocidas en el mundo de la psicología. Su fama se debe, en parte, a un experimento que realizó en el año 1971 junto a un grupo de investigadores. Este experimento es conocido como “el experimento de la cárcel de Stanford”, ya que se simuló una prisión en el sótano de dicha universidad.
Zimbardo escogió a un grupo de jóvenes al azar, eso sí, de clase media y que fueran psicológicamente estables, y les ofreció una pequeña paga diaria por participar en el experimento de manera voluntaria. La investigación tenía una duración de dos semanas y pretendía analizar los roles de prisioneros y guardias, en un clima de conflictos y abusos en los sistemas de prisiones de los Estados Unidos de la época. Para ello, Zimbardo dividió aleatoriamente a los 24 jóvenes seleccionados en prisioneros y guardias.
El investigador buscaba propiciar la despersonalización y desindividuación de los sujetos, haciéndoles sentir desorientados y haciéndoles perder su individualidad y diferencias como sujetos únicos. Para ello tomó varias medidas. Entre los métodos utilizados, Zimbardo dotó a los guardias de uniformes, porras y gafas de espejo y, además, les permitía hacer turnos y volver a casa tras sus horas de “trabajo”.
Los prisioneros, sin embargo, fueron simuladamente detenidos, solo llevaban batas y sandalias como atuendo y eran llamados por un número en lugar de por su nombre. Las únicas directrices explicitas que recibieron los participantes fue la prohibición del uso de fuerza física por parte de los guardias.
Tras un primer día de experimento sin sobresaltos, nada hizo presagiar el motín del segundo. Los prisioneros se negaron a que se les quitaran los colchones bloqueando las puertas de las celdas con las camas, y los guardias disolvieron el motín utilizando el gas de los extintores. A partir de ese punto se creó una dinámica de abuso y sumisión. Los guardianes utilizaban su autoridad para imponer castigos humillantes y se volvieron sádicos con los prisioneros.
Estos, en cambio, sabiéndose inferiores, acataron las nuevas normas y llegaron a desarrollar problemas psicológicos. Sin embargo, ningún participante ni investigador puso en tela de juicio esta nueva forma de funcionar. Todos habían internalizado sus papeles de tal manera (los participantes como guardianes y prisioneros y Zimbardo como superintendente de la prisión) que nadie supo detenerlo. Finalmente, fue una investigadora ajena al proyecto la que hizo notar a Zimbardo que el experimento se les estaba yendo de las manos. Fue interrumpido a los seis días de comenzar.
De esta experiencia se pueden extraer varias conclusiones. La primera de ellas es la interiorización de los roles. Hasta el propio Zimbardo, líder de la investigación, acabó sumido en su rol de superintendente, permitiendo vejaciones y abusos. Además, nadie pidió que le sacaran del experimento, ni guardias ni prisioneros. Todos los participantes habían asumido el rol que se les había dado, con la ayuda de los atuendos y las medidas impuestas por Zimbardo, y habían actuado en consecuencia. Otra conclusión es la del poder de la situación. Ninguno de los jóvenes participantes hubiera imaginado acabar perpetrando abusos o siendo víctima de ellos. Sin embargo, todos formaron parte de esa dinámica. Zimbardo publicó a raíz del experimento el libro “El efecto Lucifer”, en el cuál dedica cada capítulo a un día en aquella imaginaria prisión que, sin quererlo, la mente de todos ellos convirtió en real.