Aunque el condicionamiento augura éxito en muchos ámbitos, por ejemplo el de la educación (tanto animal como humana) no es tan sencillo como parece. De hecho, ni siquiera existe una fórmula exacta. Pero no nos desanimemos. La psicología ha dedicado muchas décadas a estudiar el comportamiento, por lo que es capaz de aportar enormes conocimientos para ayudarnos en diferentes ámbitos de nuestra vida, como es la educación de nuestros vástagos. Sin embargo, también nos enseña el maravilloso hecho de que todos somos únicos, aunque compartamos infinidad de características. Esto viene a cuento porque lo que puede ser útil para un niño (o adulto, a los cuáles me referiré en masculino para agilizar la lectura) puede no serlo para otro. Por lo tanto, es importante tener esto en cuenta para las líneas que vienen a continuación.
Si bien se trata de tan solo una pequeña parte de la psicología y siempre hay que tener en cuenta la edad del niño y consultar a profesionales si es posible, se pueden dar unas pinceladas desde el condicionamiento operante. El condicionamiento operante es cuando se da un evento (A), al que sigue una respuesta (B), y esa respuesta tiene consecuencias (C). Esquemáticamente:
En el ejemplo de arriba, si tu madre te da un euro por ir a por el pan, es probable que lo vuelvas a hacer, ya que has recibido un premio por ello. Lo importante es tener claro los siguientes dos conceptos: refuerzo y castigo. El refuerzo es lo que hace que una conducta tenga más probabilidades de repetirse. El castigo, en este contexto, se refiere a lo que hace que la probabilidad de repetir una conducta disminuya. Gráficamente puede comprenderse de manera más sencilla:
Todos sabemos que cuando a un perro le damos una chuche por sentarse o le acariciamos, es probable que lo haga más veces, porque en su cabeza sentarse cuando alguien se lo pide equivale a un premio o recompensa. Muy simplificadamente, ya que en nosotros intervienen muchísimas variables, los humanos funcionamos igual: si hacemos algo y somos premiados por ello, tenderemos a repetirlo. Si hacemos algo y las consecuencias son desagradables, es probable que evitemos volver a realizar esa conducta. Aquí hay que volver a subrayar el hecho de que depende de la persona. Para un individuo cinéfilo ir al cine puede ser un premio, para alguien al que le aburran mortalmente las películas, puede ser uno de los peores castigos. Por lo tanto, es importante saber qué estamos usando como refuerzo o castigo, ya que el fallo puede estar en que no estamos utilizando los recursos adecuados.
Como se puede ver en el esquema, el condicionamiento no entiende solo de “premios” o “castigos”, términos que se suelen escuchar coloquialmente. El típico premio equivaldría a un refuerzo positivo: si haces algo te daré/haremos algo que te guste (si te portas bien te daré una piruleta). Pero también existe, como se ve, el refuerzo negativo: si haces algo, conseguirás que algo negativo desaparezca. Un ejemplo típico es el del niño que recoge la habitación para que su padre o madre lo deje tranquilo. En ese caso, el refuerzo es negativo porque el niño “se ha quitado de encima” la pesadez o gritos de su progenitor. En cuanto a los castigos, que hacen que una conducta disminuya incluso hasta desaparecer, primero está el castigo positivo: si te portas mal habrá una consecuencia negativa (por ejemplo, una reprimenda). El castigo negativo suele ser el más clásico: si te portas mal te quedas sin algo que te gusta (por ejemplo, te quedas sin salir un mes). Un importante matiz sobre el refuerzo y el castigo es que el primero es mucho más efectivo que el segundo. De hecho, el castigo es el menos efectivo y el más perjudicial. Aun así, si se castiga por algún comportamiento, siempre ha de presentarse una alternativa deseable. Es decir, yo puedo saber cómo no actuar pero no cómo sí actuar. Si no se me da esa segunda explicación, no podré hacerlo bien la próxima vez.
En el párrafo anterior, al describir los diferentes refuerzos y castigos, hemos hecho una pequeña trampa: “portarse mal” no es una conducta específica. Cuando pedimos a alguien algo tenemos que intentar ser lo más específicos posible. Los demás, y los niños no son una excepción, no nos leen el pensamiento. Lo que para un niño puede ser portarse bien puede no bastar para su progenitor o no corresponderse con lo que se espera de él. Por lo tanto, debemos ser lo más concretos y claros que podamos.
En este contexto hay un concepto que es clave: la motivación. La motivación es lo que nos mueve, lo que nos lleva a actuar de una manera o de otra. Hay dos tipos de motivación: la intrínseca y la extrínseca. La primera se refiere a cuando hacemos algo por el propio hecho de hacerlo: lo que nos motiva es el objetivo en sí mismo. Sin embargo, la motivación extrínseca es cuando hacemos algo para conseguir algo más, es decir, el objetivo no es más que un medio para conseguir otra cosa. Así, si cada vez que saca una buena nota le regalamos algo a nuestro hijo, aprenderá a sacar buenas notas no por el propio hecho de sentirse orgulloso o pensar en el futuro o aprender, sino por el regalo que vendrá después. Por lo tanto, debemos tener cuidado a la hora de aplicar este condicionamiento. ¿Queremos conseguir que nuestro hijo saque buenas notas, sea educado o haga los deberes antes de jugar? Sí, pero, seguramente, también queremos que aprenda qué hay detrás de eso, por qué es bueno que realice esas conductas, qué salga de él y le guste o que lo comprenda, no que lo haga para lograr otra cosa. De hecho, el peligro de utilizar solo o mayoritariamente refuerzos materiales puede favorecer la motivación extrínseca. En consecuencia, lo ideal sería utilizar el refuerzo positivo lo más posible y si es con refuerzos no materiales mejor, como por ejemplo felicitaciones, muestras de cariño, actividades de ocio o placenteras para el niño (como ir al parque o jugar a algún juego en familia).
Después de estas explicaciones, ya sabemos algo más sobre cómo solemos funcionar en nuestra vida diaria. Como hemos dicho, es importante darse cuenta de cuándo estamos usando qué refuerzo o castigo, ya que en situaciones complejas podemos no tenerlo del todo claro o dejarnos llevar por la estrategia más fácil. Por ejemplo, cuando en el supermercado el niño coge una rabieta y se pone a llorar y patalear en el suelo, lo más fácil es concederle lo que desea para dejar de pasar vergüenza. Sin embargo, estamos haciendo uso del refuerzo positivo: el niño “monta una escena” à yo le doy lo que quiere à lo que el niño percibe es que si monta una escena es probable que acabe consiguiendo lo que quiere. Por lo tanto, en esta situación hemos priorizado nuestro bienestar a corto plazo (dejar de pasar vergüenza en el supermercado mientras todo el mundo nos mira) al bienestar a largo plazo, que sería hacerle entender al niño que mediante esa conducta no va a conseguir lo que desea. Si bien no es nada fácil por el componente público de la situación, tenemos que ser claros.
Finalmente, lo más importante a la hora de aplicar normas, como hemos dicho, es que estas sean claras y coherentes. Si yo le digo a mi hijo que si monta una pataleta no le voy a comprar gusanitos pero se los acabo comprando, no estoy siendo coherente. Además, las reglas han de ser negociadas (cuando el niño pueda tener un qué decir respecto a la norma) y han de tener un porqué. Cuando el niño es pequeño puede bastar con un “porque lo digo yo”, pero a medida que vaya creciendo, si no le hemos dado una razón lógica por la que las normas existen ni le hemos permitido nunca opinar sobre ellas le quitamos participación y, sobre todo, nos puede cuestionar las normas, ya que carecen de cualquier base.
En conclusión, si queremos acabar con las rabietas hay algunas claves que podemos aplicar, si bien siempre hay que informarse debidamente y, si resulta un verdadero problema, acudir a un profesional. Aun así, las claves son, primero, aplicar normas claras y explícitas. Si queremos que un niño aprenda, éste debe entender por qué ha de seguir las normas y qué es lo que debe hacer. Evitemos por tanto ambigüedades o normas muy generales. Por ejemplo, “Pórtate bien” es una norma ambigua y confusa. Debemos preguntarnos ¿Qué es lo que queremos que haga bien?, ¿Qué comportamiento queremos promover o qué hábitos reducir?
Si lo que queremos es que, por ejemplo, no monte una rabieta en el supermercado, podemos decirle “Si hoy cuando vayamos al supermercado estás tranquilo, luego en casa haremos juntos un bizcocho” o “Si esta semana cada vez que vayamos al supermercado estás tranquilo, el viernes puedes escoger cualquier comida que tú quieras para merendar”. También podemos establecer la orden en el sentido de “Si hoy en el supermercado gritas y te tiras al suelo, tendrás que ayudarme a doblar la ropa mañana”. Hemos de tener en cuenta la importancia de la contingencia. Es decir, cuanto más cercana en el tiempo sea la consecuencia a la conducta del niño, más fuerte será la relación que se establezca entre ambas. Es como cuando hacemos una dieta: probablemente, nos sería mucho más fácil mantenerla si viéramos los resultados en nuestro cuerpo en cuanto comenzásemos a comer sano, al día siguiente. Sin embargo, tienen que pasar semanas, a veces meses, para que veamos un cambio significativo, para que “se note”, por lo que nos es más difícil mantener el esfuerzo en el tiempo cuando la recompensa de vernos y estar mejor se demora tanto.
En conclusión, a la hora de educar a nuestros hijos, hay que tener en cuenta muchísimas variables: su personalidad, la nuestra, nuestros valores y creencias, nuestras posibilidades reales de aplicar lo que nos proponemos, etc. Lo más importante es ser coherente y justo, y recordar que para cualquier duda o problema los profesionales de la psicología pueden sernos de gran ayuda.